Francisco Nieva: Un teatro en libertad
Francisco Peña Martín
Nada mejor para empezar este acercamiento a la obra dramática de Nieva que la definición que el mismo autor ha redactado sobre el teatro y que enmarca varios de sus textos teóricos sobre la expresión teatral.
El teatro es vida alucinada e intensa.
No es el mundo, ni manifestación a la luz del sol,
ni comunicación a voces de la realidad práctica.
Es una ceremonia ilegal,
un crimen gustoso e impune.
Es alteración y disfraz:
Actores y público llevan antifaces,
maquillajes,
llevan distintos trajes...
o van desnudos.
Nadie se conoce, todos son distintos,
todos son "los otros",
todos son intérpretes del aquelarre.
El teatro es tentación siempre renovada,
cántico, lloro, arrepentimiento, complacencia y martirio.
Es el gran cercado orgiástico y sin evasión;
es el otro mundo, la otra vida,
el más allá de nuestra conciencia.
Es medicina secreta,
hechicería,
alquimia del espíritu,
jubiloso furor sin tregua.
El teatro de Nieva oscila siempre entre el dualismo contrario que la ambigüedad entraña. Como los símbolos míticos, los extremos se enzarzan en una dialéctica continua en la que se confunden los términos opuestos. Se quiebran irremisiblemente los conceptos civilizadores del bien y del mal; se anula la dualidad sexual; se irracionaliza lo aparentemente racional; la vanguardia se genera en Valdepeñas; lo popular engulle a lo culto y viceversa; el casticismo se transforma en la más rabiosa actualidad; el localismo hispano o madrileño se puede representar en Nueva York sin que sea exportación folklórica de la España de charanga y pandereta; la orgía transforma la evasión en revolución; la palabra destruye y crea, se destruye y se crea; un texto sólo alcanza su total dimensión comunicativa si le enmarca una imagen expresionista, un claro-oscuro que lo contrasta y realza.
Todos estos polos pendulares oscilan entre las obsesiones de Nieva para crear un teatro cuya unicidad se encuentra en la dialéctica del contraste estético y vital de la contradicción.